Pablo tiene 11 años. Es buen alumno y muy responsable. Vive a 10 cuadras del colegio. Va y viene todos los días en remise. Sus padres sólo confian en ese medio, aunque la zona sea céntrica y él haya probado señales de autocontrol. Guadalupe tiene 9 años. Organiza pijamas party. Pasa esas noches en vela con amigas. Tradicionalmente se atiborran de panchos y papas fritas. No tiene permitido ir sola al kiosco ni tampoco hacer compras en el mercadito que está a dos cuadras del departamento. A su mamá le da miedo que pase alguna locura.
A Pablo le gustaría mucho ir al colegio colectivo. La parada le queda enfrente. Sabe que su tío a su misma edad llegaba más lejos, iba al club, y hacia conexión con el tren. Esto último ya se lo ha borrado de la cabeza. Guadalupe ve más posible tener un celular que dar la vuelta a la manzana, tampoco sabe mucho de qué se trata la ciudad, su familia va del auto al country, del country a la cochera. Una frontera separa a estos chicos y a los adultos precedentes. Tiene que ver con la posibilidad de circular en libertad en una ciudad cuyos espacios públicos se han transformados en vedados.
Los riesgos existen. Las fatalidades se han dado cita, algunos las llamaron con sus actitudes, otros fueron víctimas inocentes. Las ciudades tan grandes se reservan sorpresas agradables y de las otras. Sin embargo, hay una regla: si los buenos se apartan de las calles, las ganarán los otros, y no se puede crecer ni vivir en una campana de cristal. Cada etapa de la vida necesita de aprendizajes, instrucciones y la libertad inherente.
¿Se acuerda cuando había amigos que eran de la iglesia o del templo, otros de la esquina, panaderos que daban yapa y confesiones compartidas antes de hacer los deberes, en el asiento de atrás del 70…? No pasó tanto tiempo, no privemos a los chicos de un mundo real. Entre todos hay que colonizar en paz, esta y todas las ciudades.
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